domingo, 5 de junio de 2011

Yo no iba a morir...

Después de un pequeño recorrido, en busca de tenedores y lámparas de gas por un mercado de antigüedades, ya me encontraba de camino al habitual paseo, sentado del lado derecho del metrobus, donde hay sombra a esa hora. Nunca había entendido, y mucho menos los demás, mi gusto por andar tranquilamente por los panteones. Una señora, de tal vez unos cuarenta y tantos años, vestida de azul marino se acerco hasta mi y, tocando mi hombro con cierto cuidado me regreso del sueño de donde me encontraba, ya habíamos llegado a la última estación. El clima me parecía un poco agradable, el aire se mecía fríamente mientras me dirigía a la parada del camión, faltaban por lo menos otros quince minutos de recorrido.
   Al llegar alcé la mirada intentando encontrar un sendero oculto del sol. Ninguno. El recuerdo me acompañaba a cada paso, también iba pensando que, por más que se cultivaran esos verdes jardines, la tierra seguía siendo infértil, <<de los muertos solo crecen alegres penas que muchas veces no podemos ver>> me dije en un momento y cuando volví a la realidad, estaba desorientado. Ajusté la vista y busqué alguna referencia, el sol comenzaba a calar sobre mi paciencia, pronto tendría que sacar de mi bolsillo derecho, haciendo a un lado las llaves de la casa, un pequeño botecillo blanco con ocho pastillas. El estrés, en complicidad con una creciente neurosis me habían hecho dependiente.
   Ya más calmado, el descanso llegó hasta subir una pequeña colina, en donde se alza una enorme figura del maestro, frente a ésta, un recinto que probablemente sirva, en ocasiones especiales, para ejercer algunas palabras de tez religiosa. Una sonrisa se me escapó, llegaba a mi memoria una pequeña plática que había tenido hace poco; “no deberías perder el tiempo con ese tipo de paseos, ya cuando estés muerto tendrás toda la disposición para” me decía insinuantemente una amiga y, tras haber reflexionado un poco sus palabras respondí que no perdía el tiempo, que yo no iba a morir. Me gustaba creerlo, pero aceptaba mi condición mortal junto con la realidad con poco agrado. Una o dos horas más tarde el cielo cambiaba de color, para ese entonces ya estaba perdido, el pensamiento estaba abstraído en una sola cosa…
   Esperar el final del día y volver del sueño, como en la última estación del transporte, siempre me deja el mal sabor de boca de que, quizá vendí mi alma a un bajo costo…

viernes, 3 de junio de 2011

Pompas de jabón...

El sonido del tren, al recorrer la falda de una gran montaña, producía una metálica alegría para la escucha de Haseozoshi. Eran sus primeras vacaciones en pareja y su segundo esposo no tardaría en preocuparse por su ausencia, llevaba ya cerca de una hora mirando cómo se desdibujaban los paisajes desde el barandal del último carro, haciendo burbujas.
   -Así que aquí estas, dijo Jiro aproximándose lentamente hacia Haseozoshi.
   Asustada por aquella presencia recogió un poco su cuerpo, apretándolo fuertemente contra el barandal que la detenía a una fatal caída, guardó la delgada vara de bambú en la solución jabonosa y miró a su esposo con un aire melancólico.
   -¿Crees qué es correcto esto? Sus palabras denotaban timidez, había una inocencia incomprendida en aquella pregunta.
   -No lo sé, siento miedo todo el tiempo, y esta espera lo único que hace es que me sienta solo.
   El rostro de Haseozoshi había cambiado su expresión en un momento, dejaba ver  una hermosa sonrisa desde la orilla del tren en que se recargaba. La velocidad del tren disminuía, quizá estarían próximos a llegar a la siguiente parada, la pareja no podía darse cuenta, no veían nada de lo que se advenía desde la posición en que se encontraban, solo alcanzaban a vislumbrar lo verde de la montaña.
   -Vamos, no hay que tener miedo, resolvió ella probablemente más por consolarle, tomo de nuevo el bambú y comenzó a soplar.
   -Eres como ellas.
   -¿Cómo quienes?
   -Como las pompas de jabón. Tan delicadas y con esa cualidad de alimentarse con la luz y verse tan lindas.
   Haseozoshi continuó soplando burbujas por un largo rato con un semblante muy cálido, casi feliz. Era extraño, todo a su alrededor parecía haberse callado, habían entrado en un espacio donde el tiempo no fluía, ni para adelante ni para atrás. <<Así debe ser la muerte>> Pensaba Jiro a la vez que intentaba sonreír. Disimular la opresión en el pecho siempre le era difícil y ahora lo era más con esta situación de tez anacrónica y desvanecente.
   -Descuida, solo hay que seguir aguantando.
   Las palabras de Haseozoshi más que disminuir su lacerante sentimiento lo incrementaba. Los consejos, así como los convencionalismos de consuelo son como echar sal en la herida.
   -Han pasado ochenta y ocho días, soltó hacia su esposa intentando cambiar la dirección de la situación en que se habían detenido a la vez que pretendía calmar su dolor.
   -Ha sido una boda extraña. Al final siempre se suele besar a la novia y nosotros solo nos hemos guiñado el ojo. Al recordar esto, no pudo reírse, le parecía gracioso todo lo que habían vivido durante esos ochenta y ocho días.
   Al verla ahí, tan hermosa, Jiro sintió más fuerte la opresión de su pecho, la tristeza causada por esa ausencia que sentía, por no poder tocar a su esposa, estaba acabando con él. <<Faltan doce, solo doce…>> dijo para sí mismo y Haseozoshi sugería notarlo, quizá lo hacía, pero por cariño o por temor no se atrevía a mencionar nada.
   -Me gusta el sonido metálico del caminar del tren.
   -Es bastante lindo.
   Haseozoshi se volvió hacia la montaña, recargándose en el barandal y dándole la espalda a su esposo. Él, acercándose un poco más no pudo detenerse y la abrazo, susurrándole “te quiero” al oído. El bufido del tren anunciaba que se detenían. Jiro Estaba solo, abrazaba un bello kimono naranja con flores blancas bordadas como detalle. La vestimenta que sostenía rabiosamente contra su pecho estaba mojada, no sabía si era a causa de la solución jabonosa que se había derramado o por las lágrimas derramadas por el sentimiento de ausencia.

viernes, 20 de mayo de 2011

Todo el universo...

Entre tú y yo. La mar de sentimientos, la distancia de una llamada telefónica y un abismo del tamaño de un recuerdo, del recuerdo mi alma. Vendida. Porque recostado sobre mi cama mido tu alejamiento con el número de letras que te he dedicado cada noche, con los pasos que hube recorrido en mi solitario caminar por esta alucinante vida, y con los pensamientos que son cómplices lacerantes de la idea de que tu presencia y tu ausencia son la misma cosa. Y entonces es verdad que no estás. Porque no te encuentro junto a mi lado cuando despierto y cuando me duermo. Porque has tenido la astucia de despedirte sin la dulzura de un beso. Alejándote. Dirigiéndote hacia un horizonte que está más allá de mis sueños y de los nuestros. Pensando que es lo mejor. Pero no importa si es cierto o no. El hecho es que no estás. De nuevo.
   Y hoy, como hace unos meses me arriesgo por esperar y no me gusta. Reviso constantemente el celular y veo que hay dos o tres mensajes y el corazón acelera en desesperación, intentando adivinar si son tuyos. Apuesto porque sí. Y pierdo. Comienzo a acostumbrarme a la derrota continua de tu pensamiento, que no es más que mi pensamiento artesano paranoico del tuyo y me arrebato en emociones de soledad. Tú haces lo propio e intentas justificarte. En mi locura.
    Confieso que a veces me daba por imaginar. De vez en cuando y me gustaba. Que antes de que te conociera ya te estaba amando sin saberlo y sin que tú lo supieras, quizá dejando una pista en un sueño borroso o en una melodía incompleta o próxima a terminar. Justo en ese momento, en el que el incandescente instrumento llega a su descanso. En el silencio. Junto con sus compañeros de trova o de clásica andada. Por algún museo. O simplemente compartiendo una taza de café. Y luego de té. Por los paisajes de mis entristecidos mundos. Ahora callados.
   Entonces andábamos sin encontrarnos, buscando un camino que nos trajera de regreso el uno al otro. Pero solo en pensamiento. Aplazando lo inevitable. Las palabras que a nadie gusta mencionar y que todos rehúyen por temor y por amor también. 
   Y ocurrió. Un día no me aguantabas y yo tampoco me aguantaba ni te aguantaba. Pero no me atrevía a decirlo. Por vergüenza. Que entre tú y yo. Todo el universo.

miércoles, 18 de mayo de 2011

¿Quién nos mira?...

¿Quién nos mira? El árbol que cubre nuestras sombras y las hace bailar el ritmo de las hojas mecidas por el viento o el infinito mar que tranquilamente se mueve a nuestras espaldas, borrando la frialdad de nuestros cuerpos, rociándonos de una brisa perfumada y con sabor a sal. Nadie nos mira. ¿A quién le podría interesar una pareja que se mueve al compás de una música inexistente? ¿Quién figuraría en la lejanía de dos siluetas apartadas de la realidad, vestidas de forma elegante y misteriosamente escondidas tras un antifaz de tesitura blanca? Nadie. La respuesta es nadie, así como tampoco nos escuchan, ¡es más!, no saben de nosotros siquiera.
   El balcón está situado en un piso demasiado alto para saltar, morirías si lo intentases y yo moriría después por ir tras de ti en un impulso desarraigado, mas sin embargo tus intenciones son claras, quizá el corsé de tu cuerpo no esté lo suficientemente apretado para pensar que no sentirás el impacto del vacío, quizá tu delgado, frágil y delicado cuello, rodeado de un pesado, pero elegante collar no sube de buena forma la sangre hasta tu loca cabeza llena de risos, ¡claro que no!, eres consciente de todo lo que haces y entonces te levantas por sobre el mosaico azul del piso, elevándote hacia el barandal de estilo barroco, desnudando tus pies y sintiendo el frio del abismo, pero solo quieres sentir el movimiento del aire recorriendo tu hermoso cuerpo y entonces finges desmayo, para que yo corra hasta dónde estás y te atrape, salvándote de la caída y de la muerte.
   No temas, estoy aquí ya, no vaciles, no dudes en besar los blancos labios de un desconocido que ha venido en tu ayuda, que yo tampoco conozco tu rostro, pero que estoy dispuesto a conocer, y degustarme de esas carnosidades que llevas de color carmesí.
   Y de pronto escuchamos el vals detrás de la puerta de cristal, de esa pequeña frontera que separa nuestro sueño de la realidad, queremos sentirnos y en aquel momento acaricias mi rostro hasta quitarme casi por completo la máscara de mis ojos, me dices algo que no alcanzo por comprender, como la mayoría de las veces, acercas tu rostro y yo en mi desesperación grito ¡cuidado! Callas mis ansiedades con una sonrisa y entonces te aproximas un poco más y le susurras a mi labios que has venido en mi ayuda, que nadie nos mira.

martes, 17 de mayo de 2011

La campanella...

¿Por qué habría de perdonarle? Acaso no era bastante obvia mi respuesta a su un tanto molesto cuestionamiento que haría en un rato más. -¿Estás enojada?- Preguntó él cuando terminaba el último promocional y empezaba de una vez la película. -No, pero puedes ir por las palomitas- dije al mismo tiempo que le sonreía. -¿Ahora?- resolvió, mirándome con cierto disgusto. -Por favor… tú escogiste la película- dije con un tono coqueto, algo sensual, y lo suficientemente provocativo para que hiciera lo que yo quisiere. Así fue, la sala estaba medio desierta y ahora un ocupante se retiraba en busca de palomitas, vaciando un poco más el lugar. En escena una mujer caminaba semidesnuda en dirección a puerta supuestamente cerrada, con una tétrica luz resplandeciente por debajo y una música de fondo que indicaba suspenso. Las atentas y observadoras personas fijaban su atención en un aumento proporcional al acortamiento de la distancia entre la mujer semidesnuda y la puerta, yo comenzaba a distraerme con los dedos de mis manos, las uñas las tenia mal pintadas y eso no me gustaba, saque mi pie deslizándolo suavemente del zapato y note que tenía una roncha, causada por un piquete de mosco la noche anterior, sobre el dedo más pequeño. No tenía comezón, eso era bueno. Para cuando me percate de que mi compañía regresaba con una gran bolsa de palomitas la película por fin captaba mi atención, por alguna razón la semidesnuda mujer llevaba ya un abrigo y se encontraba del otro lado de la misteriosa puerta, pero eso no fue lo que me intereso, sino que la música de fondo había cambiado, ahora se escuchaba “La campanella”, tampoco tenía la más mínima idea del porque habían utilizado aquella pieza en la película, pero ya prestaba atención a lo debido.
   Pidiendo disculpas, el hombre de las palomitas se abría paso entre una pareja que se encontraba en la orilla de la fila donde nosotros estábamos, oculte rápidamente mi pie y voltee a verlo, de nuevo la película me había perdido. Él estaba a punto de sentarse, cuando inevitablemente tuve que preguntar por los refrescos. Sabía que no había comprado y por eso preguntaba, aún cuando lo único que yo tomaba era agua. -Tienes que estar bromeando…- dijo él al sentarse, tenía una cara de preocupación y yo me mantenía firme en mi postura. -Olvídalo- solté después de un rato y sonreí para mis adentros.
   Habían pasado quince minutos y faltaban otros dos para recibir un cuestionamiento parecido al que había recibido antes de que comenzara la película por parte de mi compañía. Dicho y hecho, eso de verdad me molestaba un poco, esa actitud de querer estar siempre bien con la otra persona. -No te preocupes- le respondí y procuramos voltear la mirada hacia la pantalla. La situación comenzaba a calmarse entre nosotros, en la pantalla volvía a aparecer la mujer ahora semidesnuda  y él prestaba mucha atención, yo había abandonado todo interés en la proyección y en estar ahí, acerqué mi pierna casi hasta rozar su mano, ofreciéndosela  para que se recargara y nada, estaba embobado en la película, volví a sentarme con normalidad, pensaba que esa afrenta cometida contra mi pierna era un buen motivo para retirarme. Estaba decidida y en un momento me levante y le dije que me iba, que necesitaba un tiempo, el me miro con los ojos cristalinos, se levantó y me dijo que lo perdonara. ¿Perdonarlo? ¿Por qué, por lo de mi pierna, por prestar atención a la película, por estar conmigo? -Nos vemos- dije cariñosamente al final y tiernamente le deje ver una sonrisa.

miércoles, 11 de mayo de 2011

La felicidad...

“Redescubrir el mundo y encontrar de nuevo esos detalles que te agradan y te hacen sonreír, aún cuando la inminente realidad es también la inminente decepción, la vida está ahí, tan encantadora como la muerte…”. Eran unas lindas y rebuscadas palabras que la doctora leía de un libro viejo de poesía romántica para mí.
-¿Es feliz?- Preguntó con frívola voz la mujer detrás mío.
-Supongo que sí- O al menos eso creía.
-¿Está seguro?-
-Por qué no habría de estarlo- Otra pregunta y me muero.
-Bien, creo que hemos terminado por hoy, ¿de acuerdo?-
-De acuerdo- La sesión había terminado, el metrónomo que la Dra. Kashmia utilizaba para llevar el ritmo de sus palabras en cada una de  las funciones, porque eso eran conmigo, funciones, comenzaba a taladrar y abrir camino hacia una gran migraña en mi cabeza. Y dicho y hecho, no pude soportar esa última pregunta, “¿de acuerdo?”, era demasiado para mí salud mental, no morí literalmente, pero algo en mí dejaba de existir, eso era seguro.
  Al salir del consultorio la tarde era de un color naranja, los viandantes en la calle parecían seguir un patrón bastante normal para esas horas, en el cielo habían nubes que amenazaban con dejarse caer en unas cuantas horas, la Dra. Kashmia me observaba tétricamente desde la ventana de su segundo piso y yo estaba recobrando la calma, sintiéndome casi feliz.
  Estuve todavía un rato caminando por la ciudad, mis pasos ya se habían alejado lo suficiente del lugar de mi consulta y aún sentía la lóbrega mirada de la doctora sobre mí y en un intento por librarme de esa extraña sensación improvise mi andar introduciéndome en uno de los pequeños parques artificiales que el gobierno no había autorizado, pero que gente de dinero había contribuido de buena voluntad. Casi por el centro del verde área estaba un grupo de teatro callejero preparando algún espectáculo, no preste mucha atención, pero cuando pase por un lado, de toda esa masa de personas que se apresuraba a ganar lugar ya no pude seguir mi camino, mis pies no obedecían, el sonido de una angelical voz me causaba la petrificación de todo el cuerpo, bueno casi de todo.
-¡Eh tú, pendejo!, ¡sí tú el que va caminando!- Dijo una delicada y educada voz femenina.
  ¿Me hablaba a mí? Siempre he tenido esa morbosa manía de voltear ante un llamado de semejante ambigüedad, una exclamación soltada al aire esperando pescar a uno que otro incauto. Y yo era ese incauto que caía ante la carnada, ese pendejo que hacía honor al calificativo en el momento de volver la mirada hacia el show que se aproximaba.
-Sí tú, imbécil pedazo de mierda, caliente escoria majadera bautizada en la fuente de este parque por la orina de un ángel de piedra, cabrón malnacido y pequeño bastardo, peculiar entre los peculiares, idiota entre idiotas, aborto suertudo de hospital de gobierno, sí tú- Dijo la bella voz de la bella dama en el centro del escenario repentino.
  Quizá debí asustarme por tal vulgaridad, pero su encantadora entrada solo podía indicar una cosa. La obra había comenzado. Menos mal pensé, ciertamente no entendía como aquel vocabulario parecía tener algo digno en esa voz, ¿acaso es el contexto en el que se mueve el artista, el que le permite convertir la bajeza de un acto en una acción altruista, el vicio en virtud y todo lo que diga y haga en arte? Eso era increíble, simplemente fascinante.
  Al paso de un rato mis pies comenzaban a saber quién mandaba y me permitían seguir avanzando. Recobrando el control sobre mi cuerpo y no tanto así, movido por el hambre, busqué uno de esos pequeños cafés trovadores en busca de alimento. Habían pasado cerca de dos horas desde que me detuve en el parque, el sol terminaba de ocultarse y una ligera llovizna acariciaba suavemente su paso. Ordené un capuchino, junto con una rebanada de tarta, y mientras esperaba contemplaba una lluvia ya soltada, libre y simpática en su caída, era muy agradable, no recordaba lo mucho que me gustaba y, al recibir el capuchino y la rebanada de tarta ya no lo creía, estaba seguro. Era feliz.

martes, 10 de mayo de 2011

¿Y usted, cuánto cobra?...

Vivimos en una era curiosa y agradablemente supersticiosa, bastante supersticiosa apuntaría yo. Aún cuando la ciencia nos ha indicado, sugerido e implorado con múltiples y caros estudios, que no debemos tener miedo de salir y bajar los pies de la cama en una noche sospechosa, que ese temor a diversas criaturas sobrenaturales y aterradoras, como el “coco”, es infundado, que no corremos peligro y tienen razón, yo, por mí parte, le tengo más miedo y un gran pavor a la gente con mala ortografía, salgo corriendo, huyendo de la mala puntuación, de la comedura de letras y de las quimerizas palabras populares que aparecen de repente en algo que leo, así como de la espantosa fonética de algunos, en viejas palabras: “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor quédate callado”, ¡exacto!, callados, o al menos que se laven la boca antes de hablar, ¡para que no ensucien las palabras!
  También le tengo miedo al calentamiento global, y aunque varios digan: “ja, qué son dos grados más, ni se sienten”. ¿¡Ni se sienten!? Claro, se basaran quizá en premisas como: “si hoy estamos a veintidós grados, entonces quiere decir que deberíamos estar a veinte, de cualquier forma no se distingue mucho” o “no pasa nada, solo procura usar más bloqueador (si antes ya usabas) y no te quedes tanto tiempo al sol”. Eso igual da miedo (quizá la ignorancia o, mejor dicho la cultura del “no pasa nada” es lo que en realidad me horroriza a fin de cuentas), pero es grave, muy, muy grave, acaso no se ponen a pensar que con esos dos grados de más los hielos de los polos se derritan, causando un incremento en la masa acuífera de la tierra que a su vez provocará la desaparición de varias costas en todos los continentes y que con ello se llevarán a cabo miles y miles de migraciones ocasionando un caos nacional y a la larga internacional y que después será motivo de un sin fin de masacres por todas partes del mundo, todo en pos de un exterminio de la humanidad, tanto de especie como de género (con “género” me refiero a “ese algo” que nos califica y nos da la calidad aprobada como humanos). ¿Acaso no piensan en ello? A mí se me estremece el cuerpo de tan solo pensarlo y casi se me va el aire para poder decirlo todo de corrido.
  El otro día iba caminando felizmente por la calle, por la banqueta mejor dicho (no me gustaría ser atropellado por un literario automóvil por un descuido de significado en mi narración) y frente a mí caminaba una pareja, iban tomados de la mano, se veía que se querían mucho ya que después de unos pasos ella lo abrazo y él con su ahora libre mano, le agarró fuertemente un glúteo, muy apasionadamente el muchacho pensé y seguí tranquilamente mi andar hasta que, entre palabras cariñosas y otras denotando un poco de celos, se vino a colación el tema del estudio, él le comentaba que estaba a punto de terminar su carrera en letras, pero que habían rechazado su tesis de quién sabe qué por no saber redactar. ¿Letras? ¿No sabe redactar? Algo malo estaba pasando ahí, pero su compañera no pareció percatarse de semejante barbaridad, ya que, con una calma casi divina le dijo que no se preocupara, que buscará un buen asesor para que le ayudase con el problema de la redacción, que ella conocía a varios que trabajaban de eso (corregir textos) y que no cobraban mucho. La pareja se detuvo de golpe, yo casi me estrello contra ellos por andar viniendo en el chisme, pero pude corregir mi paso en el último segundo y esquivarlos en toda una hazaña, él joven estaba furioso, obviamente la referencia de conocer a varios que trabajaban de “eso” le resultaba inexactamente sospechoso, así que le armó toda una escena y desafortunadamente ya no alcancé a escuchar porque apresuré el paso por temor a caer como daño colateral en el fuego cruzado. Quizá era lo mejor que le podía pasar a ella pensé, quizá compartía el mismo miedo que yo tenía hacia las personas que no saben apreciar lo maravilloso de las palabras.
  Al rato de andar de paseo por la ciudad, me encontré con un viejo amigo, no porque hayamos ido al mismo kínder, en la primaria o secundaria, era viejo de edad, de unos setenta años el hombre, pero con una lucidez mental impresionante cuando lo vi por primera vez en un debate acerca de un tema de filosofía. Lo había encontrado o quizá él me había encontrado en un parque, yo tenía un cono de helado que se derretía muy aprisa, mire al cielo en ese momento y entre pensamientos maldije a esos insignificantes dos grados de más. Se llamaba, o más preciso se llama Astias, me levanté para saludarlo, creía que el respeto, sobre todo a las personas mayores como él, merecía semejante atención (también me levanto cuando saludo a una bella mujer, y fea incluso, respeto ante todo, eso sí). No perdimos mucho el tiempo, Astias comenzó por preguntarme que qué pensaba de los viejos (quiero omitir esta parte porque la considero aburrida). En fin, él, tras escuchar una serie de argumentos un tanto convincentes el viejo me soltó una cachetada (eso confirmaba lo que pensaba de los viejos) y me dijo que no tenía que pensar en eso, que era un muchacho curioso (creí por un instante que diría morboso pero bueno, curioso suena mejor), pero que mejor me pusiera a pensar en el para qué de la vejez y se puso él como ejemplo, mencionó que estaba jubilado desde hace ya unos quince años y que gracias a que había subido el promedio de vida en las personas, podía disfrutar plenamente de todavía el tiempo que le restase. No, no es cierto eso del disfrute, en realidad se quejo, y mucho, alegaba (casi a gritos y escupitajos) que no había motivos para llegar a viejo, su esposa se había muerto ya, su miembro ya no le funcionaba como antes (dije “miembro” cuando en realidad hizo mención a otra palabra, ¡Dios Santo!), que ya no trabajaba y por ende ya no producía ni servía para alguna causa en particular y que lo único que le restaba era quedarse a esperar que ya no le funcionara el cuerpo en su lujoso departamento pagado por la pensión que recibía para que todas esas comodidades se convirtieran en una prisión porque algún día no tendría las fuerzas para bajar y subir las escaleras que lo llevasen hasta su casa. Espeluznante.
  Tras un habitual día llegué por fin a mi casa, las luces estaban apagadas, pero no tenía miedo, tenia coraje con la compañía de luz que había impuesto esa estúpida idea de prepago, a mí se me olvida pagar el día convenido y me cortan la luz, ¡al carajo! Por suerte el teléfono si lo había pagado y tras un largo tiempo de hablar con varias gentes influyentes (no entiendo cómo es que funciona así la cosa, ¡pero funciona!) se me restableció la electricidad. Estaba contento, encendí la televisión para alumbrar un poco mi habitación, me desnudé (no planeaba dormir con ropa con semejante calor) y revisé por debajo de mi cama, para que no hubiere algún monstruoso ser ahí y subí a la cama, recogiéndome bien en el centro, para no caerme y pensé en el pobre muchacho de los celos, ya no agarraría apasionadamente el trasero de esa linda mujer.