lunes, 14 de marzo de 2011

Se me estaba haciendo tarde aún...

El calor es absurdo, la fetidez de los cuerpos lo es aún más. Eran las 7:35 de la mañana y ya se me hacia tarde para llegar al trabajo, con la corbata mal puesta, la camisa desabrochada y el portafolio en la mano izquierda salí presuroso a tomar el autobús que me dejaría en la terminal del metro de la ciudad. Media hora más tarde me encontraba entrando en aquel tren naranja dividido en nueve vagones y dividido también para mujeres y hombres y mujeres. Cruzando las puertas me aventé, literalmente hacia uno de los asientos vacios, siempre era un caos a esa hora del día y tras una lucha con dos enormes señoras, gané uno de los lugares disponibles. El calor era insoportable, cada estación duraba cerca de tres a cuatro minutos y mi traje perdía su línea y su valor comercial a cada instante. Comenzaba a estresarme esta situación, cada vez era más pesado respirar y no me creía de donde salía y podía caber tanta gente. Estaba molesto y a punto de convertirme en un homicida múltiple o al menos eso pensaba que podía pasar de estar encerrado más tiempo. Maldición dije en voz baja y la mujer que venía sentada a mi lado, cerró su libro de Jaime Sabines y respondió a mi maldición –de verdad lo crees, deberías verlo a las dos de la tarde– dijo con divertida ironía. Bueno, al menos tú traes algo en que distraerte, mencioné en un tono algo molesto, –leo poesía y no es para distraerme solamente­– resolvió la mujer a mi lado en forma de reto. Lo que me faltaba, una plática molesta y el tren que se acaba de detener en medio de la estación más larga.
  Pasaron quince minutos y Ana, que así se había presentado la mujer a mi lado, no dejaba de platicarme acerca de varios de los poemas de Sabines que le gustaban, no dejaba de hablar y el tren no avanzaba, ya era demasiado tarde, llegaría impuntual una vez más y para terminar de con mi mala fortuna mi celular no tenia señal para avisar en la oficina. Creo que va para largo, dije interrumpiendo quien sabe qué discurso de Ana, bueno, será más tiempo para conocernos respondió ella, yo hice una sonrisa fingida que quizá ella no se percato de la falsedad de mi mueca, en eso una voz mecánica en las bocinas del tren anunciaba que había ocurrido un fallo en el funcionamiento, que estuviéramos prevenidos, para perder las luces de los vagones y pasar cerca de una o dos horas estimadas, pedía también disculpas y que por favor mantuviéramos la calma hasta que llegase la ayuda técnica. No podía ser, qué había hecho yo para merecer algo así, qué habían hecho los demás. Dos horas, balbuce y Ana muy sonriente me pregunto que cuál era mi autor favorito, no le prestaba mucha atención, sólo pensaba en cómo evitar aquel tedio. Poe, dije respondiendo a su pregunta y continué hablando sin siquiera verla, ya hace mucho que no agarro un libro, no he tenido mucho tiempo que digamos. Todo lo que decía lo hacía con la mirada como buscando algo, una salida, un respiro.
  Al rato, una de las enormes mujeres soltó un espantoso grito que se escucho de extremo a extremo del atrapado tren. Gritaba la señora, eso era preocupante y estresante a la vez, pero todo acabo cuando el semblante se la señora palideció y cayó sobre las demás personas, me alegré de estar sentado por un momento. Un infarto, un infarto era lo que había ocurrido, Ana me sostenía fuertemente del brazo mientras todos en el vagón contemplaban a la mujer tendida en el piso, la gente se había hecho a un lado para dar espacio y a la vez buscaban a alguien que socorriera a la enorme señora, un médico, un estudiante de medicina, pero nada. Los minutos pasaban y el estado de la señora se complicaba, tocábamos en las puertas de los extremos del vagón buscando ayuda en los demás, intentamos abrir una de ellas pero fue en vano. La ayuda no llegaba y la mujer parecía haber muerto, era preocupante y yo sólo pensaba en la fetidez que iba a provocar aquel enorme cuerpo sin vida. Qué hacemos, pregunto una voz en mi oído, era Ana que estaba casi encima de mí, qué le decía, qué le podía responder. Por ahora esperar, dijeron que tardarían de una a dos horas en enviar ayuda y apenas va hora y media, algo en mí sabia que tardarían más en llegar, la situación era extraña ya de por sí y ahora varias personas se agrupaban para salir de ese horno. Al parecer en los diferentes vagones habían tenido ideas similares ya que al forzar las puertas varios integrantes de diferentes grupos ya estaban caminando con cuidado por las vías, ¡cuidado!, gritaban, pisen con cuidado, parecía que la operación tenia cierto progreso y otra calamidad golpeo a nuestra fortuna, un fallo eléctrico, algunas lámparas reventaron y las luces cedieron, gritos colectivos se escucharon al unísono, llenando el ambiente con más tensión y con el aire oliendo a quemado, en el descuido de la falta de luz, varios habían tropezado cayendo a las vías, muriendo electrocutadas. Varias chispas se vieron primero y después una llamarada que consumía algunos de los cuerpos.
  La gente había caído en un temido pánico, no sabía qué hacer y la poca luz, generada al costo de unas cuantas vidas era suficiente para unos minutos de lectura. Le pedí prestado el libro a Ana, tenía que aprovechar el tiempo de alguna forma. Qué haces, pregunto al mismo tiempo que me cedía el libro, no respondí, pensaba mi respuesta antes de ocasionar una mala fachada, pero no tuve tiempo de responder ya que ella tomó la palabra y menciono que tenía razón, que había que guardar la calma. ¿Era tonta o sólo yo era una mejor persona de lo que pensaba? Se acurruco en mi hombro y su brazo comenzó a rodearme por el torso. Me sentía incomodo para leer así que con mi brazo más próximo a ella la abrace y me acomode de tal forma para poder sostener el libro y disponerme a leer.
  Ya eran las 10:24 y no había persona parada en alguno de los vagones, el cuerpo sin vida de la enorme señora seguía tumbado en medio del pasillo y el olor a carne quemada se volvía nauseabundo. Página 17:
  “AHORA PUEDO HACER LLOVER,
enderezar las ramas torcidas,
levantar a los muertos.
Hágase la luz, digo,
y toda la ciudad se ilumina.
¡Qué fácil es ser Dios!”

  Si tan sólo pudiera yo… saldría de aquí en un instante. Qué, pregunto Ana, ¿crees que Dios haya planeado esto?, contestándole. No lo creo, dijo ella. Yo no era aficionado a Dios o como fuera que se llamase a las personas que creen en él, yo creía en las fallas de los hombres, como los del servicio de trenes. La luz comenzaba a desaparecer, en cierta forma esperaba que algún otro valiente grupo avivara las llamas, dándome un poco más de luz para poder continuar con la atrapante y deliciosa lectura. Había olvidado lo que significaba abrir un libro y dedicarle tiempo e interés. Ana parecía ceder al sueño, se veía linda y a media luz denotaba cierta sensualidad, tanto la plática por parte de ella, como el tiempo a su lado había ocasionado algo en mí, cambiando algo, sintiendo algo. Le acaricie suave y delicadamente el rostro, ella levanto la mirada y me sonrió, de verdad que era linda, besé con cuidado su cabeza y ella cerró los ojos manteniendo aun la sonrisa dibujada en sus generosos labios.

  Ya había pasado mucho tiempo, era necesario hacer algo al respecto, tenía que moverme, ayudar a los demás, sacarnos de este desastre. La sangre me hervía, las ganas de vivir y sobrevivir eran más que cualquier otro sentimiento. Comencé a idear alguna forma de escapar de ese infierno, duré cerca de media hora meditando posibilidades y por fin lo tuve, esa era la solución. Algo en mi pecho se movía de forma excitada, me sentía suficiente, con capacidad de todo, los latidos de mi corazón despertaron a la mujer que descansaba sobre mi pecho, ella levantó la cabeza y me miró fijamente por algunos segundos, veía algo diferente en mí, me miraba con desconfianza, la besé de una forma apasionada y le susurré al oído que ya sabía qué hacer. Me levante de mi asiento, pasé con cuidado de no pisar a la pobre mujer del infarto y abrí la puerta a dos manos, yo sólo y con gran fuerza y convicción, las luces regresaron y un tren, en dirección contraria y en paralelo se detenía junto a nosotros, varios hombres nos indicaban que cambiáramos de tren, teniendo cuidado con el pequeño salto, así lo hicimos y nos regresaron enseguida a la última estación que habíamos pasado.

  Con todas las ganas del mundo mire a Ana, parecía otra, ya no estaba interesada en sostener mi brazo, sólo se acerco hasta mí para regalarme el libro, dijo que era un día para el olvido y desapareció en la multitud. Qué hacía yo con todas las ganas del mundo, con la pasión nueva e inaugurada por primera vez y el pensamiento de estar enamorado de aquella mujer con la que compartí esta excitante aventura. Nada, volví a pensar las cosas con cuidado, recobrando mi antiguo pensamiento, el pensamiento que era mío y me hacía ser yo, ¿cuándo había cambiado mi personalidad de introvertida a extrovertida?, y ¿cuándo había sido que el mundo cambió de interesante a aburrido? (con esto me refería a la excitante situación del tren detenido y de todo lo que pasaba dentro de los vagones y que de pronto cambio al aburrido rescate). Qué hacía yo pensando algo así, volví a ser yo en ese instante, molesto por ir sumamente retrasado tire el libro de Sabines al suelo sin importarme y sin darme cuenta se abrió en la primera página, donde había una nota: “Se que somos unos extraños, pero te dejo mi número para seguir en contacto, creo que me he enamorado y espero volverte a ver; 532138523 te espero. Ana…”. Volteé por un segundo al libro, recordaba que me había agradado uno de los poemas y al ver que estaba rayado con una letra diferente en la primera hoja, desistí del poco interés que me quedaba, que más importaba, ¡Dios!,se me estaba haciendo tarde aún.