sábado, 27 de noviembre de 2010

Lo siento...

El vino sobre la mesa, el reloj a tiempo y sólo faltaba que yo cruzare la puerta para encontrarme con mi esposa, no quería entrar. Al abrir la puerta mi mujer me recibió con un cálido abrazo, no podía existir un acto más hipócrita que ese, me besó la mejilla y dijo que me sentara, que en un momento estaría la deliciosa cena que había preparado. A los quince minutos de espera, las velas se consumían y mi copa estaba medio vacía ya, pasaron veinte y por fin apareció con un jugoso trozo de carne humeante, mi comida preferida. Pensaba que tan grato platillo era sólo para arruinarme aún más la vida, que lo hacía a propósito y que no le molestaba, al contrario, le daba un motivo para echarme en cara todas las faltas, las groserías y todas aquellas amenazas de colgarse en la sala, donde íbamos a cenar en este momento o por lo menos probar bocado para iniciar la cansada conversación de siempre. Cómo estuvo tu día? Pregunto a la vez que tomó asiento, respire hondo antes de responder, pero al verme hacer un gesto para responder prosiguió diciéndome que para qué tomaba aire, que si suspiraba para recordar mi día y poder mentir a gusto, engañándola. Obviamente estaba cansado, por eso el suspiro, y fue lo que le dije a continuación, que había tenido un día pesado y que me preparaba para contárselo todo. Callada, como si esperase que la disculpara por aquel impulso. Escuchaba atenta mientras cortaba la carne, sin comerla. Al terminar mi relato me lleve un pedazo de carne a la boca, movimiento que hizo que ella tomara la palabra de nuevo, no vas a preguntarme cómo me fue? Pregunto y el bocado que tenía comenzaba a estar insípido. Sus labios se movían con intensidad, sabía lo que significaba el abrir y cerrar de su boca, pero ya no la escuchaba, tantas discusiones habían fatigado mi paciencia y ahora la oía sólo por cortesía, aquí venían las advertencias sobre encontrarla colgada un día al regresar del trabajo, el pedazo de carne en mi boca ya sabia desagradable. La observaba tranquilamente, como esperando el termino de sus falsos ultimátum, mis ojos se ennegrecían debido al sueño que  me poseía. Ya estaba por acabar su discurso, era el momento en que las lágrimas empezaban a notarse en sus cristalinos ojos y después de un rato, el llanto lastimoso se apoderaba del silencio, se levantó de la mesa y la silla en la que se encontraba cayó de súbito hacia atrás. Entendía bien lo que tenía que hacer, como antes, me levante de mi asiento y fui a donde estaba ella, le dije que lo sentía, que ya no iba a hacerle daño, que me perdonara. Con mis manos le recorría su enrojecido cuello, le besaba la nuca y peregrinaba mi boca por su espalda, llenándola de besos. Su indiferencia y frialdad me indicaban rechazo a cada caricia, yo estaba triste y ella, ya no lloraba, sólo se mantenía inmóvil. Arrodillándome, la abracé fuertemente de las piernas, ahora era yo quien lloraba y mis lágrimas corrían por sus largas piernas, le pedía perdón mientras besaba sus pies despegados del suelo, oscilantes.