jueves, 24 de marzo de 2011

Reflejos...

Era la noche veintitrés después de aquel incidente y la condesa Amara de C. no podía conciliar de nuevo el sueño, permanecía sentada en el tocador, frente al espejo, con la mirada perdida, pasándose un peine de marfil una y otra vez por su claro y largo cabello. Nadie en el castillo sabía porque la condesa actuaba así, ya había pasado mucho tiempo desde que se dio la alarma por la carta, la guardia ya había hecho toda la investigación pertinente y no había encontrado nada, ni un indicio de algo conocido al menos en las cercanías. El responsable, un sobre blanco cerrado por un sello de cera roja en el cual se distinguía un pequeño símbolo, cinco canastas acomodadas en un cuadro, nadie reconocía que podía significar y sabían que no pertenecía a ninguna de las familias importantes en todo el país, pero lo más importante y aún más extraño fue que, dentro del sobre, una carta en manuscrita suscitaba dos peculiares frases: “del resguardo, la locura solo viene a tomar lo que se le fue negado…” y “no cantes, princesa mía, que los pájaros me conocen y el petirrojo lleva dos días sin ser alimentado…”. ¿Qué podría significar algo como eso? Quizá la condesa lo sabía y muy dentro de ella se resignaba a un posible desenlace.
  La noche veinticinco el conde C. llego al castillo, cruzando la soleada aldea que lo rodeaba, iba en un carruaje estilo europeo con las cortinas corridas, de madera obscura y jalado por dos enormes bestias aún más obscuras, el siervo encargado de servir de guía resaltaba a la vista, un hombre vestido con un elegante ropaje blanco y una capa dorada que reflejaba los rayos del sol. Los aldeanos sabían que se trataba del conde y lo recibían de la única forma que sabían, haciéndose a un lado, para evitar que los arrollaran los caballos. Todo estaba en orden, se anuncio la entrada del conde al castillo y varios personajes salieron a atenderlo, tomaron sus maletas, su enorme abrigo y le prepararon una vasta cena que jamás tocaría. ¿Y la condesa? ¿En dónde se encuentra? Pregunto con una fría y seca voz, imponía en sus mandatos, su rostro inexpresivo denotaba autoridad, no existía nadie que se atreviera a cuestionarlo y con la experiencia de lo que le había ocurrido al último sujeto que se atrevió a hacerlo, bastaba para callar toda una vida. En su habitación, resolvió una de las damas de compañía, pero pronto recordó que había cometido un error, responder de forma tan directa. El conde C. la vio fijamente por un momento, todo indicaba que sería todo para la joven y su osadía, pero no fue así, el conde extrañamente sonrío y le hizo lo que parecería una reverencia, nunca antes había hecho algo como eso y se noto rápidamente en las caras de todos los súbditos presentes. Gracias, dijo el conde y se puso en marcha hacia la habitación de su esposa. “Gracias”, tampoco era parte de su vocabulario, algo extraño había pasado o estaba pasando. Un consejero le dio alcance en su caminar, convencido por esa muestra de amabilidad antes vista pensaba que no habría inconveniente en abordarlo con lo que sería un tema importante a tratar, lo de la carta enviada a la condesa y, antes de que tocara a la puerta de la habitación lo interrumpió y lo puso al tanto de la situación.
  El conde tenía una expresión tranquila para la noticia y en lo único que pensaba era en entrar y calmar a su perturbada esposa. Ahora se encontraba solo frente a lo que lo separaba de la condesa, en silencio y pensativo, tocaría antes de entrar o solo entraría como habitualmente lo hacía. Tocó cuatro veces la pesada puerta, retumbando con el sonido las cuatro paredes de dentro, no espero respuesta y, tomando unos lirios blancos de un florero entro en la habitación. Efectivamente, ahí estaba la condesa Amara, cepillando su largo cabello, con la mirada aún perdida en el espejo. ¿Ocurre algo querida?, pregunto el conde. El silencio se prolongo por la habitación. Siento no haber estado para cuando llego la responsable de tu desdicha, me hubiere gustado ver tu rostro al leer aquellas líneas, ¿no crees que es una bonita letra? Y qué me dices de la belleza de esas palabras, ¿sabes qué significan cierto?, resolvió después. El rostro del conde parecía encendido, por una sonrisa casi malévola que se le dibujaba en el rostro, tomó fuertemente a la condesa por el cabello ya la acerco de forma violenta al espejo, su respiración se marcaba como una mancha en este, ambos se observaban detenidamente en su reflejo.
  El conde dejo los lirios sobre el tocador y se dirigió hacia puerta por donde había entrado y al cerrar la puerta solo se escucho una voz que decía: “viejos placeres, viejos placeres…”. La condesa continuaba en silencio frente al espejo, el peine había salido volando hacia alguna parte en el sobresalto y el reflejo aún seguía sin decirle nada.