domingo, 5 de junio de 2011

Yo no iba a morir...

Después de un pequeño recorrido, en busca de tenedores y lámparas de gas por un mercado de antigüedades, ya me encontraba de camino al habitual paseo, sentado del lado derecho del metrobus, donde hay sombra a esa hora. Nunca había entendido, y mucho menos los demás, mi gusto por andar tranquilamente por los panteones. Una señora, de tal vez unos cuarenta y tantos años, vestida de azul marino se acerco hasta mi y, tocando mi hombro con cierto cuidado me regreso del sueño de donde me encontraba, ya habíamos llegado a la última estación. El clima me parecía un poco agradable, el aire se mecía fríamente mientras me dirigía a la parada del camión, faltaban por lo menos otros quince minutos de recorrido.
   Al llegar alcé la mirada intentando encontrar un sendero oculto del sol. Ninguno. El recuerdo me acompañaba a cada paso, también iba pensando que, por más que se cultivaran esos verdes jardines, la tierra seguía siendo infértil, <<de los muertos solo crecen alegres penas que muchas veces no podemos ver>> me dije en un momento y cuando volví a la realidad, estaba desorientado. Ajusté la vista y busqué alguna referencia, el sol comenzaba a calar sobre mi paciencia, pronto tendría que sacar de mi bolsillo derecho, haciendo a un lado las llaves de la casa, un pequeño botecillo blanco con ocho pastillas. El estrés, en complicidad con una creciente neurosis me habían hecho dependiente.
   Ya más calmado, el descanso llegó hasta subir una pequeña colina, en donde se alza una enorme figura del maestro, frente a ésta, un recinto que probablemente sirva, en ocasiones especiales, para ejercer algunas palabras de tez religiosa. Una sonrisa se me escapó, llegaba a mi memoria una pequeña plática que había tenido hace poco; “no deberías perder el tiempo con ese tipo de paseos, ya cuando estés muerto tendrás toda la disposición para” me decía insinuantemente una amiga y, tras haber reflexionado un poco sus palabras respondí que no perdía el tiempo, que yo no iba a morir. Me gustaba creerlo, pero aceptaba mi condición mortal junto con la realidad con poco agrado. Una o dos horas más tarde el cielo cambiaba de color, para ese entonces ya estaba perdido, el pensamiento estaba abstraído en una sola cosa…
   Esperar el final del día y volver del sueño, como en la última estación del transporte, siempre me deja el mal sabor de boca de que, quizá vendí mi alma a un bajo costo…