miércoles, 11 de mayo de 2011

La felicidad...

“Redescubrir el mundo y encontrar de nuevo esos detalles que te agradan y te hacen sonreír, aún cuando la inminente realidad es también la inminente decepción, la vida está ahí, tan encantadora como la muerte…”. Eran unas lindas y rebuscadas palabras que la doctora leía de un libro viejo de poesía romántica para mí.
-¿Es feliz?- Preguntó con frívola voz la mujer detrás mío.
-Supongo que sí- O al menos eso creía.
-¿Está seguro?-
-Por qué no habría de estarlo- Otra pregunta y me muero.
-Bien, creo que hemos terminado por hoy, ¿de acuerdo?-
-De acuerdo- La sesión había terminado, el metrónomo que la Dra. Kashmia utilizaba para llevar el ritmo de sus palabras en cada una de  las funciones, porque eso eran conmigo, funciones, comenzaba a taladrar y abrir camino hacia una gran migraña en mi cabeza. Y dicho y hecho, no pude soportar esa última pregunta, “¿de acuerdo?”, era demasiado para mí salud mental, no morí literalmente, pero algo en mí dejaba de existir, eso era seguro.
  Al salir del consultorio la tarde era de un color naranja, los viandantes en la calle parecían seguir un patrón bastante normal para esas horas, en el cielo habían nubes que amenazaban con dejarse caer en unas cuantas horas, la Dra. Kashmia me observaba tétricamente desde la ventana de su segundo piso y yo estaba recobrando la calma, sintiéndome casi feliz.
  Estuve todavía un rato caminando por la ciudad, mis pasos ya se habían alejado lo suficiente del lugar de mi consulta y aún sentía la lóbrega mirada de la doctora sobre mí y en un intento por librarme de esa extraña sensación improvise mi andar introduciéndome en uno de los pequeños parques artificiales que el gobierno no había autorizado, pero que gente de dinero había contribuido de buena voluntad. Casi por el centro del verde área estaba un grupo de teatro callejero preparando algún espectáculo, no preste mucha atención, pero cuando pase por un lado, de toda esa masa de personas que se apresuraba a ganar lugar ya no pude seguir mi camino, mis pies no obedecían, el sonido de una angelical voz me causaba la petrificación de todo el cuerpo, bueno casi de todo.
-¡Eh tú, pendejo!, ¡sí tú el que va caminando!- Dijo una delicada y educada voz femenina.
  ¿Me hablaba a mí? Siempre he tenido esa morbosa manía de voltear ante un llamado de semejante ambigüedad, una exclamación soltada al aire esperando pescar a uno que otro incauto. Y yo era ese incauto que caía ante la carnada, ese pendejo que hacía honor al calificativo en el momento de volver la mirada hacia el show que se aproximaba.
-Sí tú, imbécil pedazo de mierda, caliente escoria majadera bautizada en la fuente de este parque por la orina de un ángel de piedra, cabrón malnacido y pequeño bastardo, peculiar entre los peculiares, idiota entre idiotas, aborto suertudo de hospital de gobierno, sí tú- Dijo la bella voz de la bella dama en el centro del escenario repentino.
  Quizá debí asustarme por tal vulgaridad, pero su encantadora entrada solo podía indicar una cosa. La obra había comenzado. Menos mal pensé, ciertamente no entendía como aquel vocabulario parecía tener algo digno en esa voz, ¿acaso es el contexto en el que se mueve el artista, el que le permite convertir la bajeza de un acto en una acción altruista, el vicio en virtud y todo lo que diga y haga en arte? Eso era increíble, simplemente fascinante.
  Al paso de un rato mis pies comenzaban a saber quién mandaba y me permitían seguir avanzando. Recobrando el control sobre mi cuerpo y no tanto así, movido por el hambre, busqué uno de esos pequeños cafés trovadores en busca de alimento. Habían pasado cerca de dos horas desde que me detuve en el parque, el sol terminaba de ocultarse y una ligera llovizna acariciaba suavemente su paso. Ordené un capuchino, junto con una rebanada de tarta, y mientras esperaba contemplaba una lluvia ya soltada, libre y simpática en su caída, era muy agradable, no recordaba lo mucho que me gustaba y, al recibir el capuchino y la rebanada de tarta ya no lo creía, estaba seguro. Era feliz.