martes, 22 de marzo de 2011

Siempre lo he sabido...

Siempre lo he sabido, que nunca podría relacionarme con mis compañeros de trabajo. Algo había en mí que era diferente a todos los demás, sospechaba, pero no tenía idea de que era lo que me ocurría realmente. Al igual que todos tenía un horario fijo, de 8:00 de la mañana a 2:00 de la tarde, siempre los mismos jefes, los mismos tratos y el mismo tiempo para tomar un refrigerio. Ya llevaba dos años trabajando de esa forma y aún seguía sin comprender.
  Una vez, me encontraba sentado y observando, en una esquina alejado de todos, como habitualmente lo hacía a la hora de descanso, escuchaba que mis compañeros charlaban acerca de temas triviales: que si un programa de televisión nocturno, que si un partido de futbol, que si el internet y sus redes sociales, todo eso no me entraba en la cabeza, cómo podían existir semejantes aversiones de individuos. Yo no era el extraño que resaltaba como esfera entre cubos, sino ellos eran los extraños, y que por alguna razón no gustaban de tomar un buen libro y dedicarse a leer un rato, para después debatir acerca de la trama, los personajes y el tema central de la historia. Simplemente eran seres extraños y sabía que nunca podría relacionarme con ellos.
  Al salir de mis labores, un día fui a visitar a los que creía mis verdaderos colegas, hombres viejos que no paraban de contar historias, valuar piezas datando fechas pasadas y restaurar muebles viejos en una tienda del centro que llevaba por nombre “antigüedades”, que quizá era una palabra para denominar a aquellos hombres con los que me sentía tan a gusto. Al entrar a la enorme tienda, con su olor tan peculiar a humedad rancia que me agradaba, los hombres canosos de siempre me recibieron de una forma muy cálida,  lo hacían cada vez que me veían y yo me sentía uno de ellos en ese mismo instante, como si formara parte de un gremio o algo por el estilo. Me abrigaron con una manta polvorienta y me sentaron en un gran sillón que decían, le había pertenecido a unos burgueses italianos del siglo XIX, me dieron a beber café con leche en una taza de porcelana catalana y siguieron conversando en donde parecía, habían dejado su charla antes de mi llegada. Pasó el tiempo y el cielo comenzaba a perder su claridad, uno de los viejos hombres de nombre Simón se levantó de su asiento interrumpiendo la conversación y dijo que era su turno de llevar al pequeño amigo a casa. Yo sabía que era el “pequeño amigo” del que hablaba, así que no puse resistencia, me despedí de todos muy cortésmente y al salir por la puerta vi que ahí estaba el cadillac 1948 en color negro, estacionado y esperando a ser abordado como en anteriores ocasiones.
   De camino, Simón me platicaba acerca del gusto que les daba a él y a todos los de la tienda mi presencia, yo comentaba que para mí era el gusto ya que era el único lugar, aparte de mi casa, donde me sentía bien, donde podía encajar y el solo reía.   
  Al llegar a mi casa, mi amigo abrió la puerta para que yo saliera, mamá estaba en la puerta de la casa esperándome, ella no se preocupaba ya que sabía que yo me encontraba a salvo. Simón se acerco hasta la entrada y menciono algo así como “bueno, aquí lo tiene señora, sano y salvo”, para después despedirse deseando las buenas noches, mi madre respondió señalando igual que pasara una agradable noche y agradeciendo que hoy me había traído temprano, que porque mañana tendría escuela y no podía faltar, que el segundo año de primaria era de los más importantes en la vida de todo niño.