martes, 10 de mayo de 2011

¿Y usted, cuánto cobra?...

Vivimos en una era curiosa y agradablemente supersticiosa, bastante supersticiosa apuntaría yo. Aún cuando la ciencia nos ha indicado, sugerido e implorado con múltiples y caros estudios, que no debemos tener miedo de salir y bajar los pies de la cama en una noche sospechosa, que ese temor a diversas criaturas sobrenaturales y aterradoras, como el “coco”, es infundado, que no corremos peligro y tienen razón, yo, por mí parte, le tengo más miedo y un gran pavor a la gente con mala ortografía, salgo corriendo, huyendo de la mala puntuación, de la comedura de letras y de las quimerizas palabras populares que aparecen de repente en algo que leo, así como de la espantosa fonética de algunos, en viejas palabras: “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor quédate callado”, ¡exacto!, callados, o al menos que se laven la boca antes de hablar, ¡para que no ensucien las palabras!
  También le tengo miedo al calentamiento global, y aunque varios digan: “ja, qué son dos grados más, ni se sienten”. ¿¡Ni se sienten!? Claro, se basaran quizá en premisas como: “si hoy estamos a veintidós grados, entonces quiere decir que deberíamos estar a veinte, de cualquier forma no se distingue mucho” o “no pasa nada, solo procura usar más bloqueador (si antes ya usabas) y no te quedes tanto tiempo al sol”. Eso igual da miedo (quizá la ignorancia o, mejor dicho la cultura del “no pasa nada” es lo que en realidad me horroriza a fin de cuentas), pero es grave, muy, muy grave, acaso no se ponen a pensar que con esos dos grados de más los hielos de los polos se derritan, causando un incremento en la masa acuífera de la tierra que a su vez provocará la desaparición de varias costas en todos los continentes y que con ello se llevarán a cabo miles y miles de migraciones ocasionando un caos nacional y a la larga internacional y que después será motivo de un sin fin de masacres por todas partes del mundo, todo en pos de un exterminio de la humanidad, tanto de especie como de género (con “género” me refiero a “ese algo” que nos califica y nos da la calidad aprobada como humanos). ¿Acaso no piensan en ello? A mí se me estremece el cuerpo de tan solo pensarlo y casi se me va el aire para poder decirlo todo de corrido.
  El otro día iba caminando felizmente por la calle, por la banqueta mejor dicho (no me gustaría ser atropellado por un literario automóvil por un descuido de significado en mi narración) y frente a mí caminaba una pareja, iban tomados de la mano, se veía que se querían mucho ya que después de unos pasos ella lo abrazo y él con su ahora libre mano, le agarró fuertemente un glúteo, muy apasionadamente el muchacho pensé y seguí tranquilamente mi andar hasta que, entre palabras cariñosas y otras denotando un poco de celos, se vino a colación el tema del estudio, él le comentaba que estaba a punto de terminar su carrera en letras, pero que habían rechazado su tesis de quién sabe qué por no saber redactar. ¿Letras? ¿No sabe redactar? Algo malo estaba pasando ahí, pero su compañera no pareció percatarse de semejante barbaridad, ya que, con una calma casi divina le dijo que no se preocupara, que buscará un buen asesor para que le ayudase con el problema de la redacción, que ella conocía a varios que trabajaban de eso (corregir textos) y que no cobraban mucho. La pareja se detuvo de golpe, yo casi me estrello contra ellos por andar viniendo en el chisme, pero pude corregir mi paso en el último segundo y esquivarlos en toda una hazaña, él joven estaba furioso, obviamente la referencia de conocer a varios que trabajaban de “eso” le resultaba inexactamente sospechoso, así que le armó toda una escena y desafortunadamente ya no alcancé a escuchar porque apresuré el paso por temor a caer como daño colateral en el fuego cruzado. Quizá era lo mejor que le podía pasar a ella pensé, quizá compartía el mismo miedo que yo tenía hacia las personas que no saben apreciar lo maravilloso de las palabras.
  Al rato de andar de paseo por la ciudad, me encontré con un viejo amigo, no porque hayamos ido al mismo kínder, en la primaria o secundaria, era viejo de edad, de unos setenta años el hombre, pero con una lucidez mental impresionante cuando lo vi por primera vez en un debate acerca de un tema de filosofía. Lo había encontrado o quizá él me había encontrado en un parque, yo tenía un cono de helado que se derretía muy aprisa, mire al cielo en ese momento y entre pensamientos maldije a esos insignificantes dos grados de más. Se llamaba, o más preciso se llama Astias, me levanté para saludarlo, creía que el respeto, sobre todo a las personas mayores como él, merecía semejante atención (también me levanto cuando saludo a una bella mujer, y fea incluso, respeto ante todo, eso sí). No perdimos mucho el tiempo, Astias comenzó por preguntarme que qué pensaba de los viejos (quiero omitir esta parte porque la considero aburrida). En fin, él, tras escuchar una serie de argumentos un tanto convincentes el viejo me soltó una cachetada (eso confirmaba lo que pensaba de los viejos) y me dijo que no tenía que pensar en eso, que era un muchacho curioso (creí por un instante que diría morboso pero bueno, curioso suena mejor), pero que mejor me pusiera a pensar en el para qué de la vejez y se puso él como ejemplo, mencionó que estaba jubilado desde hace ya unos quince años y que gracias a que había subido el promedio de vida en las personas, podía disfrutar plenamente de todavía el tiempo que le restase. No, no es cierto eso del disfrute, en realidad se quejo, y mucho, alegaba (casi a gritos y escupitajos) que no había motivos para llegar a viejo, su esposa se había muerto ya, su miembro ya no le funcionaba como antes (dije “miembro” cuando en realidad hizo mención a otra palabra, ¡Dios Santo!), que ya no trabajaba y por ende ya no producía ni servía para alguna causa en particular y que lo único que le restaba era quedarse a esperar que ya no le funcionara el cuerpo en su lujoso departamento pagado por la pensión que recibía para que todas esas comodidades se convirtieran en una prisión porque algún día no tendría las fuerzas para bajar y subir las escaleras que lo llevasen hasta su casa. Espeluznante.
  Tras un habitual día llegué por fin a mi casa, las luces estaban apagadas, pero no tenía miedo, tenia coraje con la compañía de luz que había impuesto esa estúpida idea de prepago, a mí se me olvida pagar el día convenido y me cortan la luz, ¡al carajo! Por suerte el teléfono si lo había pagado y tras un largo tiempo de hablar con varias gentes influyentes (no entiendo cómo es que funciona así la cosa, ¡pero funciona!) se me restableció la electricidad. Estaba contento, encendí la televisión para alumbrar un poco mi habitación, me desnudé (no planeaba dormir con ropa con semejante calor) y revisé por debajo de mi cama, para que no hubiere algún monstruoso ser ahí y subí a la cama, recogiéndome bien en el centro, para no caerme y pensé en el pobre muchacho de los celos, ya no agarraría apasionadamente el trasero de esa linda mujer.